viernes, 16 de noviembre de 2012

GRANDES PRINCESAS DE LA HISTORIA: Isadora Duncan


En el nicho Nº 6921 de Père Lachaise (el cementerio parisino de María Callas, Oscar Wilde, Jim Morrison y otros tantos) están los restos de Isadora Duncan, bajo techo y encima de otro nicho. En este último sólo se lee “Dieu est lumière” (Dios es luz), en dorado, junto a una pequeña cruz del mismo color. En la placa de ella dice: “DORA GRAY DUNCAN, 12 de abril de 1922”. 

El asunto es doblemente irónico. Por un lado, Isadora odiaba la idea misma de Dios: su madre, atea militante, le inculcó desde niña que éste no existía y ella, si es que creía en divinidades, tenía en su espíritu las de la Antigua Grecia. Por otra parte, la fecha de su insólita muerte no sólo no coincide con la que figura en la placa: es cinco años posterior. Pero de ironías la vida de Isadora tuvo bastante, y esta última sólo tiene la dudosa gracia de ser postmortem.
 
La vida de la bailarina más aclamada y acontecida, pionera de la danza moderna, tuvo el signo de la intensidad. 

Se ha dicho que Isadora Duncan bailó apenas aprendió a caminar. Y ella misma cuenta que su primer recuerdo es de cuando la lanzaban a través de una ventana durante un incendio. Estas anécdotas, queda claro, alimentan tanto su historia como su leyenda. Y, como dice su biógrafo Peter Kurth, “los hechos no eran preocupación de Isadora”. Tanto así, que se pueden tomar dos o tres biografías distintas y encontrar absoluta divergencia en datos vitales. 

En todo caso, es más o menos claro que el 26 de mayo de 1877 nació en San Francisco la más pequeña de los cuatro hijos de Joseph Charles Duncan y Mary Dora Gray. La madre descendía de irlandeses. El padre, según Kurth, era un nativo de Filadelfia que recorrió medio país hasta instalarse en California. Cinco días antes del bautizo de Isadora, el banco que Charles Duncan había fundado se vino al suelo y la familia también. Por entonces, la pareja estaba prácticamente separada, pero el divorció se concretó sólo tres años después, cuando Mary descubrió cartas perfumadas entre su esposo y una rica heredera, que incluían planes de escape.

A través de su madre, que de golpe se hizo cargo de cuatro niños a quienes condujo a Oakland, Isadora aprendió a aborrecer la institución matrimonial. Odiaba, además, la escuela y cada vez que sonaba la campaña, partía corriendo a la playa. “De la contemplación de las olas”, escribió más tarde, “me vino la primera idea de la danza. Trataba de seguir su movimiento y de bailar a su ritmo”. 

La pequeña renueva el baile sin haberlo aprendido jamás, y quiere compartir ese interés con los demás. Se corre la voz e Isadora se llena de alumnos. 

A los 12 años, deja la escuela para consagrarse a sus alumnos, que empiezan a dejar algo de dinero. Su enseñanza, que pasa por innovadora, llega pronto a oídos de la gente más rica y snob de San Francisco. Su madre la inscribe en una academia de danza clásica, pero ella aborrece un esquema que considera desprovisto de alma.
“Nada de andar sobre la punta de los pies ¡Va contra la naturaleza!”. Isadora no tiene método y nunca lo tendrá. Reconoce sólo una escuela: la naturaleza. Y sólo un maestro: Terpsícore, la musa de la danza, hija de Zeus y Mnemosine.

Formada junto a sus hermanos en un mundo de música, libros e histrionismo, que desprecia cualquier sentido del orden o la disciplina, descubre que la familia entera puede ser una pequeña compañía. Los cinco se lo toman en serio, alquilan un cobertizo y organizan presentaciones, cuyo éxito los lleva a ser contratados para una gira por la Costa Oeste. El momento ha llegado, piensa Isadora, para dar el salto.

La familia llega en 1895 a Nueva York, donde vuelve a ser acosada por el fantasma de la pobreza. Un empresario teatral ofrece a Isadora un pequeño papel de mimo. “Pero señor, yo soy bailarina. He recuperado la danza de los antiguos griegos”, responde ella. “Da lo mismo, le daré 15 dólares a la semana”. Mordiendo su impotencia, incursiona en un género que le parece falso y ridículo. Algo semejante le ocurre cuando el mismo empresario le consigue un papel de hada en Sueño de una Noche de Verano. Con este rol, sin embargo, inicia una gira cuyo éxito conduce a nuevos contratos y a ser finalmente “descubierta” por el músico Ethelbert Nevin. 

La suerte empezaba a sonreírle, pero todo parecía muy frágil. En Chicago tuvo un par de encuentros con Ivan Mirovski, pianista de origen polaco. Cuando se separaron por última vez, Ivan le dijo que iría a buscarla y que se casarían. Pasó el tiempo y él no llegó. Ella supo más tarde que el pianista llevaba tres años casado en Inglaterra.

Gracias a las loas de Nevin, por otro lado, Isadora se abre camino en la alta sociedad neoyorquina. La ciudad saludó a una nueva estrella que, al decir de un periodista de San Francisco, combinaba la “sabiduría milenaria con la simple inocencia de las ovejas que pastan en las colinas atenienses”. Sin embargo, Duncan era una moda, que además pasó muy rápido. Mientras los bolsillos familiares quedaban nuevamente vacíos, Isadora soñaba con Europa. 

Ignorada por la gente del teatro e incomprendida –según ella- por los ciudadanos de a pie, ¿a quién le importaban sus preocupaciones estéticas? “Ya no cree en Norteamérica”, escribe su biógrafo Maurice Lever. “En Europa y no en otra parte podrá suscitar vocaciones y realizar su sueño de formar a jóvenes discípulos”. Llegan a Londres con lo puesto. Una noche, sin más público que sus propias sombras, fueron observados en acción por Mrs. Patrick Campbell, la gran diva de las tablas londinenses. Ella actuó para ellos, ellos bailaron para ella, y al final todos lloraron.

La capital inglesa, donde la realeza le rindió honores, fue la primera escala. En 1900 se instaló en el barrio latino de París, ciudad que la aclamó. Más tarde llegaría a Berlín, donde Isadora recibe una lluvia de flores. Además, su ideal romántico/helénico coincidía con extendidas tradiciones alemanas. 

La familia, finalmente, llegó hasta las colinas de Atenas. Isadora reunió un grupo de niños a los que enseñó bailes bizantinos, coros y canciones. La familia completa, en tanto, salía a bailar de aldea en aldea. La gente los llamó locos y ellos quedaron, nuevamente, sin un centavo. El próximo destino fue Viena. El éxito volvió a Isadora, pero acompañado del extraño sentimiento de necesitar un compañero. Y así fue como conoció al glamoroso director Gordon Craig, una de las grandes figuras de las tablas inglesas. No hubo matrimonio, pero fue un amor real para Isadora, que pronto dio a luz a su hija Deirdre. 

En medio de un frenético calendario, volvió a EE.UU. Y con algo de escándalo, considerando su uso de velos transparentes. Tal polvareda se levantó, que el Presidente Teddy Roosevelt debió proclamar que Duncan le parecía “tan inocente como una niña bailando en el jardín por la mañana, recogiendo las bellas flores de su fantasía”. Esa vez la perdonan, pero no tanto cuando visita el país en 1910, donde la acusan de simpatías izquierdistas y de “insultar a los ricos”, mientras baila con su segundo hijo, Patrick, en el vientre. 

Sus hijos, por otro lado, le proporcionan una felicidad indecible, y serán ellos los protagonistas de su mayor tragedia. El 19 de abril de 1913, de vuelta en París, se dirige a un ensayo y pide a la niñera que vaya con sus hijos a Versalles. En la esquina del bulevar Bourdon el chofer que los llevaba maniobró para evitar una colisión, el motor se paró y debió salir con una manivela para ponerlo en marcha. Pero olvidó frenarlo: el auto descendió sin obstáculos hasta una orilla del Sena. La niñera y los pequeños murieron horas más tarde. 

“Lo que te dan de fama, riqueza y amor, te lo quitan con sangre y lágrimas”, escribiría más tarde Isadora. Su actitud rebelde le había hecho ganar muchas batallas, pero ahora sentía que ya nada importaba. Dejó de bailar, sin saber si volvería a hacerlo alguna vez. Pero descubrió una nueva energía gracias a su Escuela Infantil de Danza, un concepto integral de educación que echó a andar en distintas ciudades, sin gran éxito económico, pero despertando gran admiración. Igualmente, adoptó seis niños de sus escuelas, que bailarían con ella y a quienes la prensa francesa bautizó “Les Isadorables”. 

Contra todas sus promesas, terminó casándose, en 1922, con el poeta soviético Serguei Yesenin. Fue cuando visitó la URSS siendo aclamada por el gobierno cuando bailó en el Bolshoi el himno de la Internacional. Diría más tarde que se casó para que se permitiera a Yesenin salir del país. Y fue más o menos cierto: recorrieron buena parte de Europa, gastando y bebiendo mucho. Sobre todo el poeta, acosado por la nostalgia, ignorante de cualquier idioma que no fuera el ruso y harto de que lo llamaran “el joven marido de”. En EE.UU. fue peor: la pésima calidad del licor de contrabando hizo estragos en la salud de él y las coreografías de ella. En Boston, además, se permite declarar que expone su cuerpo como relicario para el culto de la belleza. Y agrega que “los puritanos de Boston están esterilizando a todo el país”. Por si faltara más polémica, homenajea repetidamente al gobierno bolchevique. 

No volvería a EE.UU. Tras un tormentoso divorcio, se instala en Niza, frecuentada por amigos como Cocteau y Picasso, que presencian los espectáculos que monta en un improvisado taller. Como siempre, vive al día, ayudada por amigos y con sus pies no muy pegados a la tierra. La prensa le crítica “roscas adiposas” en su cintura, pero ella se siente vital y energética. Tiene varias conquistas y la última resultará fatal. 
En Marsella, llama su atención un joven de 22 años. No sabe su nombre, pero lo llama “Bugatti”, porque maneja un auto de esa marca, para la cual él, además, trabaja. A las siete de la tarde del 14 de septiembre de 1927, “Bugatti” pasó a buscarla en su Bugatti. Ella llevaba un inmenso pañuelo de seda iridiscente. Al tomar velocidad el auto, parte del pañuelo se enganchó en la rueda trasera. Bastaron segundos para que saliera impulsada a la calle y muriera desnucada. 

Se ha escrito que sus últimas palabras fueron, “Adiós, amigos. ¡Voy hacia la gloria!”. Desde luego, nadie esperaba menos de Isadora Duncan.

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