La villa medieval de Ribadavia (Ourense),
capital de la histórica comarca del Ribeiro, en Galicia, donde se produce el
famoso y mítico vino tan alabado por reyes y poetas desde tiempo inmemorial,
fue escenario de una conmovedora historia de amor al prójimo y solidaridad,
protagonizada por la gallega Lola Touza y sus hermanas Julia y Amparo, durante
la época de la II Guerra Mundial. Lola, la «Schlinder» de Ribadavia, regentaba
la cantina del ferrocarril y organizó entre 1941 y 1945 una red de fuga de
judíos para pasarlos a Portugal. Su heroicidad, por fin ha sido reconocida en
Israel. Y en su propio país, ¿quién la conoce?, ¿quién sabe de su enorme
humanidad?... Ni su hijo supo de su vida clandestina.
Esto es lo que escribió el periodista Paco Rego
en una crónica del Diario El Mundo:
''Un hombre de estatura elevada, barbudo y
sucio, tapado con un abrigo de mendigo, está acurrucado en una esquina del
único banco de madera del andén. Lleva todo el día mirando de reojo pasar
vagones Miño abajo. Cae la noche de abril sobre la estación de ferrocarril de
Ribadavia. La voz sale desde el quiosco, famoso por las rosquillas, dulces de
almendra y licor de café, que regentan las hermanas Touza: «Mira ese hombre,
lleva todo el día ahí sentado sin coger un tren...». Año 1941. Europa se
desangra en la II Guerra Mundial. Los judíos que pueden huyen hasta el
mismísimo fin del mundo para escapar de las llamas del Holocausto. Lola, una de
las hermanas de la cantina, no duda en acercarse al forastero. Le habla en
español. El responde, con sus tristes ojos azules, en lenguas que ella no
comprende. ¿Compasión, instinto? La gallega nunca explicó por qué dio cobijo en
su casa a aquel desarrapado. Pero lo hizo. Y hoy un árbol sembrado este
septiembre en una colina de Jerusalén donde brotan pinos en memoria de los llamados
Justos entre las Naciones cuenta la heroica y silenciada historia que convirtió
a Lola Touza Domínguez, la quiosquera de Ribadavia, en salvadora de cientos de
judíos perseguidos. En una auténtica Schlinder gallega. Con aquel hombre, Lola
y sus dos hermanas empezaron a tejer una red de fuga por la que llegaron a
escapar más de medio millar de judíos que arrancaba en los Pirineos y terminaba
al otro lado del río Miño, en Portugal. Se juramentaron con un barquero, dos
taxistas y un emigrante retornado al que en el pueblo llamaban El Evangelista.
Un silencio gallego que ha durado más de 60 años.
El nombre de aquel flaco judío-alemán de los
ojos azules, llegado de Lyon, de donde se había escapado del campo de
concentración con un asturiano al que las balas nazis mataron tras la huída,
fue uno de los muchos que Lola y sus valientes cómplices se llevaron a la
tumba. Porque todos los héroes anónimos de la trama gallega de fuga de judíos
están muertos. Si por ellos fuera, en el camposanto de la Villa feudal
ourensana, partido por un muro de piedra vieja que lo separa del cementerio de
los infieles, aún dormiría aquel secreto.
No han sido ellas, ni sus sobrinos, ni sus
nietos quienes han desenterrado el juramento de silencio que las Touza se
hicieron en vida. La voz delatora llegó del otro lado del Atlántico. Un viejo
judío neoyorquino quiso, allá por 1964 (dos años antes de que Lola falleciera a
los 72 años), saber qué había sido de aquella mujer que le llevó una noche sin
luna al otro lado de la frontera. A la libertad. Se llamaba Isaac Retzmann y,
como tantos otros salvados por la cantinera ribadaviense, pudo alcanzar América
en 1943.Retzmann, próspero comerciante alemán de padres judíos, había conocido
a un emigrante gallego en la Gran Manzana, un tal Amancio Vázquez, y, sabiendo
que éste volvía al terruño de vacaciones, le pidió encarecidamente que
preguntara por las hermanas Touza. Tenía 70 años y una delicada salud que le
hacía presagiar una muerte anticipada. El encargo terminó llegando a un librero
de Vigo, Antón Patiño Regueira, y con él empezó a alumbrarse esta historia
oculta que Crónica desvela en exclusiva (Antón dejó escrito antes de morir, en
2005, el esbozo de la verdad de estos héroes de Ribadavia).
De Lola Touza, la más bella de las hermanas
«Tenía una cara muy dulce», recuerda su nieto Julio, se sabía que su imagen
había ilustrado una estampa que circuló por el frente de guerra del 36 para
animar a las tropas. Que los niños de Ribadavia aprovechaban los recreos del
colegio para ir a su quiosco a probar deliciosos dulces caseros. Que era una
madre soltera más, de las muchas de la época. Lo que nadie sospechaba era que
la popular mujer de la cantina valía mucho más por lo que callaba. Lola, la
madre de la gran fuga.
Abraham Bendayem, Isaac Retzmann, un tal
Ariel... En Jerusalén siguen reuniendo testimonios y nombres para elaborar la
larga lista de quienes le deben la vida. Los cálculos más conservadores hablan
de casi 400 judíos salvados exactamente 384, lo que matemáticamente equivaldría
a dos personas por semana durante los cuatro años, 1941 a 1945, que se mantuvo
activa la red de escapada. Aunque estimaciones más realistas sostienen que el
número podría superar el medio millar.
Sesenta años después, llueven los parabienes en
el hogar de los Touza. Adosada a un muro de la que fue casa de las heroínas en
Ribadavia (calle Juez Viñas, 2), luce desde el 7 de septiembre una placa de
bronce: «A las tres hermanas, Lola, Amparo y Julia Touza, luchadoras por la
libertad».
El propio presidente de la Asamblea Universal
Sefardí, Isaac Siboni, en una carta fechada el pasado 7 de agosto, dejaba
constancia escrita del sentimiento de toda la comunidad judía: «Nuestro
testimonio de admiración y gratitud para Lola, Amparo y Julia, quienes aún a
riesgo de sus vidas han salvado a sus semejantes, a nuestros hermanos, de una
muerte segura». Cuatro días después, el reconocimiento llevaba la firma de Ron
Pundak, al frente de The Peres Center for Peace, la fundación para la paz que
auspicia el presidente de Israel, Simón Peres. Dice así: «Recordar estos días a
las hermanas Touza es un ejemplo para el futuro de amor y de valor, principios
escasos en estos tiempos de odio».
Hasta la fecha, sólo tres españoles el
diplomático Eduardo Propper de Callejón, destinado en Francia, y los
funcionarios de la embajada española en Berlín José Ruiz de Santaella y su
esposa Carmen Schrader ostentan el título de Justos entre las Naciones, el
equivalen te a la causa de beatificación católica, que concede la Fundación Yad
Vashem a quienes, como Lola, salvaron a sus compatriotas del exterminio. La
santificación judía de la gallega está en marcha.
Han tenido que pasar tres generaciones para que
un Touza, Julio, 57 años, el nieto, pueda reconstruir la historia de su abuela.
Mientras cruzamos la calle Orense (paradojas del destino) que conduce a su
estudio de Madrid, los recuerdos afloran nítidos en su cabeza. «Ahora me
explico muchas de las cosas que ella hacía, que hablaba en alto...».
El prestigioso arquitecto revive las tardes de
domingo en casa de Lola, un antiguo caserón con arcos de piedra, los bailes de
fin de semana en la planta de arriba, aquella bolsita de tela cargada de
monedas que ella guardaba celosamente en un cajón del viejo aparador... «Eran
duros de plata alfonsinos. No quería que nadie los tocara. Valían más que la
peseta, ya en curso, y yo, que era un niño, pensaba que mi abuela los
coleccionaba. Pero no. Los guardaba como recuerdo de otros tiempos. Con monedas
como ésas había pagado algunos favores y el resto se lo había dado a los judíos
escapados. Nadie en la familia lo supo nunca. Ni siquiera su único hijo, mi
padre... Se ha muerto sin saberlo».
LA COARTADA
Cosas de la vida. Aquellos pasodobles, tangos y
chachachás no sólo daban a las Touza unos dinerillos extra con los que poder
capear las penurias domésticas en una España mísera de posguerra, donde judíos
y masones encarnaban todos los males. Pero no era más que una coartada. De
aquellas tardes de bailes y bacarrá, Lola hacía caja para su causa clandestina.
«Nadie pasaba hambre a su lado)>, recuerda el músico de La Lira (banda del
pueblo) Ramón Estévez Arango, protagonista ocasional de aquella gran evasión.
«Vendía lo que hiciera falta, un abrigo, un anillo, cualquier cosa con tal de
ayudar a un solo judío. Era de naturaleza muy desprendida». Generosa.
Y de pronto nos viene a la memoria el angustiado
rostro de Oskar, el héroe de la inolvidable película La lista de Schindler, con
ojos llorosos y gesto desesperado, mientras a su alrededor un grupo de hombres
y mujeres enternecidos esperan a que el empresario benefactor los elija para su
fábrica, salvándoles así de la muerte en un campo nazi. «El coche. ¿Por qué me
quedé el coche? Valía 10 personas. Diez personas más... Esta pluma. Dos
personas. Es de oro... Dos personas más... El (se refería a un oficial de la
SS) me hubiera dado dos personas por ella, al menos una. Una persona más. Por
esto... ¡Pude haber salvado a una persona más...!». «Lola era como Schindler»,
remacha Ramón, el vecino músico. Lola Schindler Touza. El cerebro de la
escapada. «No entendía de partidos ni de credos religiosos». Y dicho esto, el
viudo hombretón sienta sus 86 años en un banco de la cocina de su casa, en el
corazón del barrio judío de Ribadavia (otro guiño del destino), y con
parsimonia espera a que las campanas de iglesia de Santiago enmudezcan.
Lola, para el músico Ramón, es una dulce
historia de adolescencia. Tenía 17 años cuando se tropezó de bruces con esa
realidad que nadie en el pueblo parecía ver. Era una mañana de septiembre de
1941 y ayudaba a su padre, Francisco Estévez. en la descarga de un vagón de
ladrillos. Lola se acercó a Paco, como ella le llamaba, y con discreción le
preguntó: « vais de pesca? Necesito que me hagas un favor. Tengo aquí a una
persona que quiere pasar a Portugal, pero no quiere hacerlo en tren ni por
carretera».
A la mujer le habían soplado que dos agentes de
la Gestapo llegados de Vigo, desde cuyo puerto transportaban el wolframio
extraído de las minas gallegas para nutrir la maquinaria de guerra de Hitler,
merodeaban por los alrededores del pueblo a la caza de un judío-alemán fugado
de Francia. «Mi padre, por aprecio a Lola, no lo dudó», rememora Ramón. Y esa misma
madrugada, a las cuatro en punto, acudieron a la casa de la mujer armados con
sus cañas de pescar.
DESNUDO Y AL AGUA
«A él le dimos otra caña y, aunque chapurreaba
el español, le dijimos que no hablara. Nos fuimos directos a la orilla del Miño
y echamos a andar toda la noche. Nadie sospecharía, pues muchos pescadores
solían salir a esa hora en busca de truchas y anguilas para matar el hambre».
Por si acaso, Paco se quedó atrás mientras su hijo y el extranjero apuraban el
paso. Horas más tarde, recorridos ya casi 40 kilómetros por un sendero
empedrado, llegaron a Frieira, la aldea gallega que linda con Portugal.
«Como yo era un chaval, el alemán me preguntó
si no me importaba que se quitara la ropa. Le dije que no. La dobló y se la ató
a la cabeza con el cinto del pantalón. Te recordaré toda la vida, amigo, me
habló en bajo al oído antes de echarse al agua, al tiempo que me regalaba un
duro de plata alfonsino. Ví como alcanzaba la orilla portuguesa, y desde
entonces nunca más supe de él. En el antebrazo llevaba tatuado el 451... Me
dijo que se llamaba Abraham Bendayem».
Abraham era aquel hombre de la estación de
ferrocarril, el de los tristes ojos azules, barbudo y sucio, con el que Lola
abrió la ruta clandestina dicen que la más importante de la Península por la
que cientos de judíos ganaron la salvación. Lejos de su tierra prometida. Los
más, alcanzaron las costas de Estados Unidos, Brasil, Argentina y Venezuela.
Otros escaparon a África, sobre todo a Marruecos y Argelia. Gracias al boca a
boca y a la eficaz organización de la comunidad judía, el nombre de Lola se
extendió por Europa.
Ni el férreo secreto, ni las noches cerradas
garantizaban, sin embargo, que la fuga llegara a buen puerto. Por eso Lola se
cuidaba mucho de las compañías. Una palabra a destiempo, un gesto o una mirada
indiscreta podían llevarla a la lista de traidores o al destierro perpetuo en
una cárcel. La madre, su nombre de guerra en la red de fuga, se rodeó de
lugartenientes fieles hasta la muerte. Dos taxistas (José Rocha Freijido y
Javier Míguez Fernández, El Calavera), Ricardo Pérez Parada, apodado El
Evangelista, que había aprendido inglés y polaco siendo emigrante en Nueva
York, y que hacía de traductor) y el barquero Ramón Estévez. Según la ruta que
eligiera Lola había ideado tres: por senderos, carreteras de tercera y cruzando
el Miño actuaban estos héroes anónimos.
Todo empezaba con la llegada de un convoy
señalado a la estación de Ribadavia. Lola esperaba con su cesta llena de
rosquillas, caramelos y dulces de almendra en las manos. A veces los ofrecía
por las ventanillas desde el andén. Otras veces se subía al tren y recorría los
vagones con su mercancía. Era entonces cuando se encontraba siempre con alguien
que le anunciaba la llegada inminente (día, hora y vagón) de una nueva tanda de
judíos.
Los días de llegada, Lola era la primera en
abandonar el quiosco. El mensaje de que unos judíos arribarían en las próximas
horas corría rápido a los oídos del Calavera. Y en el silencio de la noche
elegida, se consumaba la fuga de aquellos desesperados a bordo de su taxi, un
Dodge negro americano. «Quién me lo iba a decir, Dios mío... Mi padre...».
María del Carmen no se lo cree. Pregunta a la gente del pueblo, todos se
extrañan. «El fue legionario. ¿Qué le parece? Estuvo de chófer de Millán
Astray. Y con aquel aspecto de hombre duro que tenía... ¡Qué orgullosa estoy de
él!».
- ¿Nunca le hizo un comentario?
- Jamás. Lo único que nos decía en casa era que
no quería comer peces del Miño.
- ¿Por qué?
- Decía que estaba contaminado. Luego supimos
que en la guerra los de Franco y los del otro bando tiraban a cantidad gente
desde un puente que cruzaba el río. A los que se agarraban a los hierros les
cortaban las manos. Muchos murieron ahogados o desangrados. Por eso mi padre nunca
quiso comer peces.
Tal vez no fuese Lola la única que estaba en la
diana de la Gestapo. Según va tirando de la historia su nieto Julio, al
parecer, el servicio secreto británico contaba en Vigo con un espía que seguía
de cerca los pasos de los alemanes. Se llamaba Eduardo Martínez y era médico.
«Es muy probable que conociera a mi abuela», baraja el arquitecto. Sus
informaciones fueron reconocidas por el Gobierno de las Islas con la Medalla al
Valor, en 1945. «Estos días le he pedido al M15 que busque los nombres de mi
abuela y de mis tías en sus archivos. Me dijeron que pronto desclasificarán
algunos papeles de la guerra. Quizás ahí esté la lista que andamos buscando».
La lista de Lola. Nombre en clave: "La
madre".''